La cuestión religiosa en la Revolución Francesa tuvo dos
aspectos uno ideológico y otra socioeconómico, estrechamente unidos. La
Ilustración siempre había abogado por una profunda reforma de la Iglesia para
evitar su poder en la cultura, la educación y las mentalidades, y para ponerla
al servicio del Estado, aspecto con el que coincidía, en parte, con la
tradicional política de la Corona francesa (galicanismo). Pero esa reforma
tenía que ver, además, con la nacionalización de los bienes del clero, algo más
novedoso y vinculado ya claramente con los revolucionarios. A cambio, el Estado
debería sostener a la Iglesia. La nacionalización de los bienes debía conducir
a la venta de los mismos para aliviar la profunda crisis financiera del Estado,
heredada del Antiguo Régimen. Esas ventas, por lo demás, afianzarían el poder
de la burguesía, con evidente hambre de tierra. Esta dimensión económica y
social, puesta en marcha en la Asamblea Constituyente, fue seguida en el resto
de los países católicos cuando emprendieron sus respectivas Revoluciones
liberales, como en muchos Estados italianos o en España con las
desamortizaciones. Los revolucionarios también decretaron la abolición del
diezmo, la base fiscal fundamental de la Iglesia.
El 13 de febrero de 1790, la Asamblea aprobó el Decreto de
supresión del clero regular y la necesidad de reorganizar el clero secular. El
12 de julio de ese mismo año se aprobó la Constitución Civil del Clero, por la
que los eclesiásticos se convertían en funcionarios del Estado francés, al
quedar encuadrados en una administración parecida a la civil, suprimiendo los
votos solemnes que prestaban. Cada departamento tendría un obispo. Por encima
se crearon diez metrópolis eclesiásticas como sedes para los arzobispos. Todos
los sacerdotes, obispos y arzobispos serían elegidos como se hacía con los
funcionarios y debían prestar un juramento de fidelidad a la Nación, la Ley y
el Rey. El clero francés quedaba desligado de la obediencia al Papa. Roma reaccionó
con contundencia. Pío VI condenó la Constitución Civil. Desde ese momento el
clero francés se dividió en dos. Por un lado, estarían los que aceptaron el
cambio o juramentados y, por otro, los conocidos como refractarios, fieles al
Papa, además de abrazar la causa contrarrevolucionaria. El problema religioso
francés adquirió un componente internacional evidente. El divorcio entre
Francia y Roma se solucionó en parte con Napoleón con el Concordato de 1801.
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